Por qué la homeopatía no debe tener lugar en la salud pública
A fines del siglo XVIII, el doctor Samuel Hahnemann propuso un nuevo método para entender y tratar las enfermedades. Como se basaba en la idea de que se puede curar una enfermedad aplicando sustancias que provocan los mismos síntomas que ella, bautizó a su método homeopatía (del griego homoios “parecido”).
Pero, ¿cómo sabemos si un medicamento funciona o no? Una de las estrategias más confiables es realizar estudios del tipo “doble ciego” y controlados: un grupo de personas recibe el medicamento cuya eficacia queremos evaluar (grupo “tratado”), y otro grupo de personas recibe algo que luce igual pero que carece del principio activo (grupo “control”). Ni el médico ni la persona saben quién recibe qué. Así, la única diferencia entre los grupos es que uno recibe el principio activo y el otro, no. Si el grupo tratado se cura más rápidamente que el otro, podemos concluir que el medicamento funciona. Pero, aun así, a veces estos estudios pueden dar resultados ambiguos o contradictorios, por lo que tenemos otra herramienta metodológica, aún más sofisticada, que permite analizar muchos estudios realizados sobre un mismo tema y sacar una conclusión conjunta que incorpora todas esas evidencias obtenidas. A esto se lo conoce como metaanálisis, y el grado de certeza que dan se considera mucho mejor que el de un solo estudio aislado.
Cuando Hahnemann ideó la homeopatía, la medicina no se regía por estas reglas. Pero mucho se avanzó desde entonces, y hoy la medicina es una medicina basada en evidencias.
¿Qué sabemos hoy acerca de la efectividad de la homeopatía? Al ser una práctica tan extendida, se hicieron muchísimos estudios para evaluar si es eficaz. Las conclusiones de los metaanálisis son claras y contundentes: la homeopatía no ha resultado ser nunca efectiva. Por lo tanto, no tiene efecto curativo. Lo único que hace la homeopatía es generar lo que se conoce como efecto placebo, un tipo de respuesta en la que las personas perciben una mejora en una determinada condición. Así, muchos la eligen como modo de aliviar dolores, bajar ansiedades o “sentirse mejor”.
Algunos profesionales de la salud no ven un problema en esto: consideran que, después de todo, los productos homeopáticos suelen ser inocuos y, si le producen bienestar a la persona, no son incompatibles con la medicina. Otros sí los consideran riesgosos, ya sea porque no están regulados y, si no se producen adecuadamente, podrían ser tóxicos, o bien porque hay quienes abandonan o rechazan tratamientos que sí son efectivos por depositar sus esperanzas en la homeopatía. Lamentablemente, debemos a esto último la muerte de varias personas, especialmente de niños cuyos padres decidieron tratarlos exclusivamente con homeopatía y no con medicamentos efectivos, como el caso de una bebé que tenía un problema de piel muy severo o, más recientemente, un niño italiano que falleció por una otitis no tratada con antibióticos.
Así como la medicina se basa en evidencias, las políticas de salud que adopta un Estado también deberían basarse en ellas, y no en creencias o esperanzas. Como dijimos, más allá de que el uso de la homeopatía sea relativamente corriente, las evidencias, que son muchas y de gran calidad, indican que no es efectiva.
Es por eso que se produjo un gran revuelo cuando en los últimos días trascendió que la diputada Paula Urroz, de Unión PRO, había presentado en el Congreso un proyecto de ley, “Medicina homeopática. Régimen”, para que la medicina homeopática fuera incluida en el Plan Médico Obligatorio (PMO) que el Estado, las obras sociales y las entidades de medicina prepaga deben cubrir. Sus fundamentos son una serie de inexactitudes y falsedades, comenzando por la referencia a medicamentos homeopáticos. No, no son medicamentos, ya que los medicamentos funcionan y la homeopatía, no.
No es particularmente sorprendente: esa misma diputada había presentado también otro proyecto, llamado “Consentimiento informado en materia de vacunación”, que recibió rechazo unánime no sólo de especialistas y sociedades científicas, sino también de los legisladores de su propio bloque y de la sociedad civil en su conjunto, que defendió una cuestión ya zanjada como el enorme beneficio a la salud que otorgan las vacunas.
Aun si los individuos encuentran confort en la homeopatía, es deber del Estado expresar claramente que no es una alternativa médicamente válida y que, si bien la creencia en ella cae dentro de la libertad de pensamiento de los individuos, de ningún modo debe de ser financiada con dinero público ni avalada por el Estado. De hecho, algunos países en los que existe una fuerte tradición homeopática decidieron en los últimos años excluirla de sus sistemas de salud, como es el caso del Reino Unido o de Australia. Australia avanzó incluso un poco más, sugiriendo en estos días que los productos homeopáticos no deberían ser vendidos en las farmacias porque representan un riesgo y no es cierto que serían a lo sumo inocuos.
Es por todo esto que la aparición del proyecto de la diputada Urroz llama la atención, así como las firmas de apoyo que recibió. No es sólo que la homeopatía no demuestra ser efectiva en ensayos clínicos ni que se basa en ideas que contradicen lo que sabemos ya de química y farmacología, sino también que, en el resto del mundo, la tendencia va hacia retirar la homeopatía de los sistemas de salud, y no a incluirla.
Que este proyecto proponga que se incluya la homeopatía en el Plan Médico Obligatorio representa un retroceso. No sólo no hay motivos para validar que el Estado deba financiar un tratamiento que no se demostró efectivo sino que, al incluirlo en el PMO, estaría de algún modo validando una terapia que no cura, permitiendo así que puedan aparecer luego otras propuestas similares no basadas en evidencias.
La autora es doctora en Ciencias Biológicas (UBA) y docente.
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