¡No te tragues el chicle!
Desde más de once mil años que los seres humanos venimos mascando materiales naturales. Hace 9.000 años en el norte de Europa se utilizaba una resina de abedul y, según parece, los mayas mascaban la savia del árbol Manilkara zapota. La mayoría de estos árboles se encuentra en el estado mexicano de Quintana Roo y cuando se corta su corteza o es atacada por insectos, el árbol produce una sustancia lechosa que forma una capa protectora. Esa savia es lo que se conoce como chicle. También los antiguos griegos mascaban goma de lentisco o mastiche (que se pronuncia “mas-ti-ka”), especialmente las mujeres, que lo usaban para limpiarse los dientes y mejorar su aliento.
El general mexicano Antonio López de Santa Anna, durante su exilio en Nueva York, ayudó al inventor Thomas Adams a crear el chicle moderno. La idea original era crear una fábrica para desarrollar una goma que sirviera para hacer juguetes y llantas de bicicleta. Así llevaron hasta Nueva York una tonelada de la resina desde México, pero finalmente la goma resultó demasiado blanda para su propósito. Justo antes de tirar la toalla (y la resina) Adams se metió un poco de la goma que habían fabricado en la boca y le gustó la consistencia que tenía al mascar. Decidieron añadirle sabor a aquel producto y en 1869 patentaron la goma de mascar que comenzaron a comercializar bajo la marca Adams New York Chewing Gum. El invento fue todo un éxito. Un poco más de historia puede leerse aquí y también en este libro “Chicle: la goma de mascar de las Américas”.
En la actualidad, el chicle se puede fabricar con la resina natural que se extrae del árbol zapota o a partir de polímeros sintéticos. Después se mezcla con parafina refinada y se le agrega saborizante, colorante y conservantes. Si quieren saber un poco más aquí hay más información.
El mito
Nuestro sistema digestivo está diseñado para disolver, desarmar, aprovechar lo aprovechable y excretar lo inútil de entre todo aquello que ponemos en nuestras bocas en cuestión de horas, días como mucho, pero ciertamente no años. Cuando incorporamos un alimento viaja a través del esófago hasta el estómago donde las enzimas y ácidos se encargan de digerirlo parcialmente. Llegado ese punto, el camino sigue hacia el intestino, donde – con la ayuda del hígado y el páncreas – la comida se “desarma” en sus componentes. Estos componentes se utilizan para alimentar el cuerpo pero hay una parte que queda como residuo porque somos incapaces de aprovecharla (por ejemplo, las fibras). Estos restos van al colon y de allí… ¡adiós!
Dijimos que el chicle está compuesto por una base de gomas, endulzantes y saborizantes. La base de goma, bastante difícil de digerir, es una mezcla de polímeros como los elastómeros y resinas y también grasas, emulsionantes y ceras (sí, como la de las velas). Cuando se masca un chicle, la parte acuosa (azúcar y demás condimentos) se libera gradualmente, mientras que el polímero permanece. Después de un rato, la goma pierde sabor porque se han perdido todos los condimentos acuosos pero la base del chicle no se disuelve nunca. El calor de la boca ablanda la goma y la vuelve más flexible; sin embargo, el chicle no se modifica. Como en la mayoría de los casos nuestro estómago es incapaz de “separar” toda esta mezcla gomosa porque es resistente a los jugos gástricos cuando el estómago llega al punto en el que dice “Me aburrí, no puedo digerir esto”, sigue de largo. Es decir que baja por los intestinos y termina saliendo de nuestro cuerpo. En esta nota pueden leer (en inglés) la opinión de algunos especialistas. Por muy pegajoso que sea el chicle, nuestro sistema digestivo se encarga de que se vaya. Es decir que el mito de “chicle-pegado-en-el-estómago” o “si-lo-tragás-queda-siete-años-en-el-estómago” no tiene ningún fundamento.
En raras ocasiones es posible que el tracto digestivo se bloquee por un exceso de chicle, pero un GRAN exceso: 5 a 10 chicles tragados por día como se puede ver en estos casos.
Existen en la literatura científica muchas contras y muchos pro de masticar chicle (con o sin azúcar, cada uno a su manera). Algunas cuestiones interesantes pueden leerse en estos trabajos: aquí, aquí y aquí. Pero más allá de sus defensores y sus detractores lo cierto es que lo que se dice “pegado”… pegado no se queda.
*Doctora en Química de la UBA, docente del Depto. de Química Orgánica de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) e investigadora del CONICET. Columnista en “Científicos Industria Argentina”. Autora de los libros “Los remedios de la abuela. Mitos y verdades de la medicina casera” y “Científicas: cocinan, limpian y ganan el premio Nobel (y nadie se entera)” (ambos pertenecientes a la Colección Ciencia que ladra, Ed. Siglo XXI).
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Comentarios
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