Cómo se mide la pobreza y por qué las mediciones son útiles o inútiles
En base a datos oficiales, en 2006 el 26,9% de los argentinos era considerado pobre y el 8,7%, indigente. Las progresivas actualizaciones de esas cifras ocupan un lugar central en la agenda pública, a la luz de la severidad del problema y de la virtual inexistencia de datos oficiales creíbles desde hace años, los cuales fueron reemplazados por una variedad de mediciones alternativas. Naturalmente, existen discrepancias considerables entre las cifras disponibles, las cuales pueden obedecer a cuestiones tanto técnicas como conceptuales.
Llama la atención que la magnitud del debate sobre la medición de la pobreza oculte el enorme esfuerzo conceptual y metodológico que esconden estas aparentemente simples cifras. Recientemente los autores de esta nota (junto con Martin Cicowiez) publicaron un extenso manual en el que se discuten los conceptos y se describen los detalles técnicos detrás de las principales medidas de bienestar. Esta breve nota revisa algunos métodos estándar para medir la pobreza, resaltando el hecho de que su cuantificación requiere un considerable esfuerzo tanto metodológico como conceptual.
El enfoque más difundido es el de línea de pobreza, entendida como un umbral de ingresos que divide a los pobres de los no pobres. Esta línea surge del costo de una canasta que contiene elementos alimentarios y no alimentarios. La canasta básica alimentaria se determina en base a los requisitos calóricos diarios que necesita una persona, y son establecidos por estudios nutricionales. Estos requisitos varían de persona a persona, de acuerdo con su nivel de actividad, género y edad. En la Argentina se considera que un varón adulto (de entre 30 y 59 años) debería consumir 2.700 calorías diarias, pero una mujer de la misma edad requiere solamente 2.000. Para facilitar las comparaciones se estandariza a los individuos de un mismo hogar, tomando como referencia a los hombres de entre 30 y 59 años. El resto de los individuos del hogar se contabilizan en términos de este “adulto equivalente”: por ejemplo, las mujeres entre 30 y 59 (con un requisito de 2.000 calorías) representan un 0,74 del “adulto equivalente” y los niños de 2 años (con un requisito de 1.360 calorías) representan un 0,5. La familia del ejemplo anterior suma 2,24 adultos equivalentes.
Estos requisitos calóricos son traducidos en términos de una canasta que permita alimentar a las 2,24 personas de esta familia tipo. Hay infinitas combinaciones de alimentos que pueden generar dicho requisito calórico, y en la práctica se establece una canasta compatible con los hábitos locales, en base a la Encuesta de Gastos de los Hogares, que elabora el INDEC. Finalmente se pone un valor monetario a esa canasta, para lo cual se utilizan los precios pagados por las familias, que son actualizados mensualmente mediante relevamientos del Instituto de Estadística.
La línea de indigencia es el valor monetario de esa canasta alimentaria. El valor de la canasta básica total requiere incluir además una serie de artículos que se entiende que una familia debe poder consumir para llevar una vida digna. Ante la evidente falta de consenso, se recurre a la siguiente estrategia simplificadora: se calcula cuánto mayor (en proporción) es el gasto de consumo total de una familia de referencia en relación a su gasto en alimentos. Ese coeficiente, denominado Orshansky, en honor a una economista y estadística estadounidense, pionera en mediciones de pobreza, se multiplica por la línea de indigencia para obtener la línea de pobreza. Si los hogares de referencia tienen un gasto total que es el doble de su gasto en alimentos, la línea de pobreza será simplemente el doble de la de indigencia.
Finalmente las familias cuyo ingreso es inferior a la línea de pobreza son consideradas “pobres”. Los ingresos de las familias se relevan a través de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). Consecuentemente, la tasa de pobreza es la proporción de hogares pobres en la EPH, y debe ser entendida como una estimación en base a una muestra representativa.
Esta discusión sugiere que posiblemente los disensos entre las mediciones alternativas sean un reflejo de la falta de acuerdos en la propia definición de “pobre” y del sinfín de decisiones que involucra su medición. Un trabajo de Miguel Székely y Nora Lustig muestra que sólo en base a alterar definiciones y estándares, en América Latina en los noventa había entre un 12,7% y un 65,8% de hogares pobres. Es decir, munidos exactamente de los mismos datos, distintos analistas podrían discrepar considerablemente por el mero hecho de favorecer distintos conceptos.
Consecuentemente, las mediciones de la pobreza son tan confiables como el tipo de acuerdo conceptual y metodológico adoptado. El Estado cumple un rol crucial en esta tarea. La ausencia de información oficial no puede ser resuelta por el sector privado, que se halla en condiciones de realizar estimaciones alternativas, pero no de lograr un acuerdo social, quizás el principal rol de la estadística pública.
Naturalmente el enfoque de líneas no está exento de críticas. Amartya Sen (Nobel en Economía en 1998) enfatiza que el bienestar es esencialmente multidimensional, y que no puede ser apropiadamente captado por una sola variable, como el enfoque de líneas que focaliza en el ingreso exclusivamente.
El uso del ingreso debe ser entendido como una aproximación. Es mucho más fácil de captar que otras nociones, quizás conceptualmente más apropiadas (como el consumo o la felicidad), se mide en una sola unidad (pesos) y es comparable entre personas y en el tiempo. ¿Cuán apropiadamente representa el ingreso la naturaleza multidimensional del bienestar? En un estudio junto con Mariana Marchionni y Sergio Olivieri (en base a datos de la encuesta mundial de Gallup) los autores encuentran que si bien el bienestar es efectivamente multidimensional como pregona Sen, el ingreso lo representa razonablemente bien.
Angus Deaton, flamante premio Nobel en Economía, afirma que “las líneas de pobreza son construcciones tan políticas como científicas”, sugiriendo que la prevalencia de medidas usuales -como los índices de precios para medir la inflación, el método de líneas de pobreza o el coeficiente de Gini para medir la desigualdad- resulta de resolver un difícil compromiso que sopesa sus debilidades y fortalezas conceptuales, operativas y comunicacionales.
En lo que respecta a la medición de la pobreza, lo mejor atenta contra lo bueno. No existen mediciones de pobreza buenas o malas, tan solo útiles o inútiles. El Estado cumple un rol fundamental en garantizar acuerdos técnicos y sociales que permitan pasar rápidamente de medir la pobreza a adoptar políticas que mejoren el bienestar de los que menos tienen.
*Leonardo Gasparini es director del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS) de la Universidad Nacional de La Plata, e investigador del CONICET.
Walter Sosa Escudero es profesor de la Universidad de San Andrés (UdeSA), investigador del CONICET y del CEDLAS.
Son autores de Pobreza y Desigualdad en América Latina: Conceptos, Herramientas y Aplicaciones, Editorial TEMAS, Buenos Aires, 2013, en coautoría con Martin Cicowiez.
Fecha de publicación original: 03/05/2016
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