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Qué pasa cuando aceptás los términos y condiciones en internet

Si tenés sólo unos segundos, leé estas líneas:
  • Con el celular o en una computadora solemos autorizar a recopilar nuestros datos personales para usos diversos: desde usar nuestras fotos para entrenar a algoritmos en reconocimiento facial hasta leer nuestros mensajes privados para vender nuestros perfiles.
  • Los términos y condiciones se nos presentan como un conjunto de reglas, que en verdad no son tal cosa. A diferencia de las leyes, no son necesariamente públicos ni claros.
  • Es muy fácil extraer información sensible, como nuestros gustos sexuales y posiciones políticas. No ejercemos control sobre esa información. Pero hay acciones de autodefensa y concientización que podemos realizar.

Todos estuvimos ahí: comenzamos a usar un servicio, nos pide que creemos una cuenta, nos permite que accedamos con los datos de inicio de otro servicio y vamos para adelante: al hacerlo, una ventana se abre y nos pide que aceptemos los términos y condiciones. No los leemos. Clickeamos “aceptar”. Y empezamos a usar eso a lo que estamos accediendo.

Esto que hacemos todos los días tiene, sin embargo, un marco legal relativamente complejo. Abordarlo implica una introducción básica al derecho de los contratos, incluyendo conceptos apasionantes como los de pacta sunt servanda (en latín, “lo pactado obliga”, que hace referencia a que un contrato es ley entre partes) y la desigualdad contractual de los llamados contratos de adhesión. Es un paso necesario: desde ahí, podemos reflexionar sobre qué ganamos y qué perdemos con nuestra actitud displicente hacia los botones de “acepto” que cada 2 por 3 interrumpen nuestra navegación en internet o el uso de alguna app.

La importancia de aceptar contratos

Los términos y condiciones de los que estamos hablando son las reglas de uso que el proveedor de un servicio digital nos impone como condición para que lo usemos. Estas reglas están basadas en el principio de “libertad contractual”, columna vertebral de las sociedades abiertas (y capitalistas) que facilita una vida normativa más o menos alejada del Estado.

Nosotros, individuos libres y soberanos, resolvemos cómo nos relacionamos con los demás de manera autónoma y libre. Este principio se expresa en un viejo adagio latino, el pacta sunt servanda: los pactos deben ser cumplidos. En nuestro nuevo Código Civil, el artículo 958 establece que “las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido, dentro de los límites impuestos por la ley, el orden público, la moral y las buenas costumbres”.

Por supuesto que nuestra libertad está limitada, y el tipo de contratos que podemos firmar tienen límites de distinto tipo. Por caso, hay muchas leyes que nos protegen de firmar contratos abusivos. Así, si uno quisiese comprometerse a una jornada laboral de 16 horas, ese contrato sería inválido porque estaría violando los límites impuestos por la Ley de Contrato del Trabajo.

Otras de las protecciones que solemos tener tienen que ver con los abusos que se pueden generar en los contratos de adhesión, que son aquellos en los que la libertad contractual se limita sólo a aceptar o rechazar el contrato. Éstos se parecen mucho a los términos y condiciones de los servicios de internet. En todo caso, la lección es la siguiente: cuando clickeamos “aceptar” en esa ventana, estamos otorgando nuestro consentimiento para un conjunto de reglas que pasan a ser obligatorias para nosotros.

Sobre la “cesión de derechos”

En general, los términos y condiciones de los servicios de internet contienen numerosas cláusulas, muchas de ellas abusivas. En ocasiones, por ejemplo, al clickear aceptar manifestamos la cesión de nuestros derechos de propiedad sobre, por ejemplo, las imágenes que cargamos a esa simpática red social.

Usualmente aceptamos ciertas reglas de conducta (que desconocemos, hasta que nos bloquean la cuenta). Más usualmente, autorizamos al servicio a recopilar nuestros datos personales y darles usos diversos: desde utilizar las fotos para entrenar a algoritmos en reconocimiento facial hasta leer nuestros mensajes privados para vender nuestros perfiles a mercaderes de datos, que a su vez venden esa información a empresas privadas para que nos acerquen sus ofertas y productos.

Todo esto que aceptamos sin pensarlo demasiado tiene consecuencias que no vemos o percibimos inmediatamente. Se destacan al menos 3.

Primero, estamos contribuyendo a fortalecer un sistema basado en la publicidad y en la posibilidad de que esta sea altamente direccionada (lo que algunos llaman el capitalismo de vigilancia). Al hacerlo, obturamos la posibilidad de que internet se desarrolle de otras formas (por ejemplo, pagando por ciertos servicios).

Segundo, habilitamos que se formen sobre nosotros perfiles altamente detallados que contienen información personal sobre, por ejemplo, el historial de compras y los sitios que navegamos, de donde es muy fácil extraer información “sensible”, como nuestros gustos sexuales, nuestras posiciones políticas y nuestra situación socio-económica. Esos perfiles existen, circulan y no podemos ejercer control sobre ellos. Es más: nos acompañarán por el resto de nuestros días.

Tercero, aún desconocemos las consecuencias de esta acumulación de información sobre nosotros pero tenemos razones para ser precavidos. Hemos visto cómo, por ejemplo, en países autoritarios la información personal capturada por el Estado (directamente o a través de empresas privadas) es regularmente utilizada para controlar a las personas.

También hemos visto cómo países democráticos pasaron a ser autoritarios en un puñado de años. Si estamos cómodos con la situación de nuestra información porque vivimos en sociedades abiertas, basta unir los 2 puntos anteriores para preocuparse un poco.

Hay una complejidad adicional. Los términos y condiciones se nos presentan como un conjunto de reglas, pero no satisfacen algunas de las características que asociamos a ese concepto. Por ejemplo, a diferencia de las leyes, los términos y condiciones no son necesariamente públicos ni son claros: por el contrario, son reglas confusas. Además, tampoco son estables: como demuestra el proyecto Letra Chica de Linterna Verde y el Centro de Estudios de Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE) de la Universidad de Palermo, los términos y condiciones de los servicios más populares cambian todo el tiempo. Seguir su evolución es complejo y requiere una atención constante. Casi nunca lo hacemos los usuarios.

¿Qué hacer?

El escenario de los términos y condiciones se parece mucho al de los contratos de adhesión que, en gran parte, fueron los responsables de la emergencia del derecho del consumidor como una rama autónoma del derecho civil.

Las premisas de esa especialidad son las siguientes: la desigualdad que existe entre las empresas y los consumidores supone imponer garantías mínimas a los contratos de adhesión, establecer presunciones a favor del consumidor y mecanismos de resolución de controversias que sean fácilmente accesibles para la parte más débil de la relación contractual.

En teoría, estos mecanismos están disponibles para nuestras relaciones con las grandes plataformas de internet, pero en la práctica hay grandes dificultades. La principal tiene que ver con cuestiones de competencia y jurisdicción: estos servicios suelen estar basados en otros países y muchas veces las empresas no tienen ninguna presencia en nuestro país. ¿Cómo podría, por ejemplo, quejarme sobre los términos y condiciones de Slack si esta empresa no tiene representantes en la Argentina?

Por otro lado, las capacidades legislativas de los estados periféricos como el nuestro son limitadas: la regulación en internet se ha deslizado de los estados nacionales a espacios regionales (principalmente, la Unión Europea) y de espacios estatales a espacios privados (por ejemplo, los códigos de conducta que surgen de la Global Network Initiative). Esta es una dificultad central que entorpece la protección de nuestros estados ante los abusos de empresas dominantes en internet.

Ante este escenario, lo más rápido y efectivo que podemos hacer es adoptar una estrategia de autodefensa y concientización. Hay 3 acciones concretas que podemos tomar.

Primero, darnos cuenta de todo lo que cedemos cuando usamos servicios de internet. Ello me ha llevado a mí, por ejemplo, a casi no publicar fotos personales en ningún servicio de internet (salvo en mensajería encriptada).

Ese darnos cuenta es el primer paso para cambiar o modificar ciertas prácticas.

Segundo, limitar el uso de servicios de nube. Porque la nube no existe: es la computadora de otra persona. Esto es quizás lo más difícil de todo: construir una alternativa es costoso en términos de dinero y de tiempo (requiere armar tu propio servidor, configurarlo, tenerlo siempre disponible, etcétera). Pero al menos podemos limitar los servicios que usamos.

Tercero, usar software libre, es decir, software de código abierto que circula con algunas de las licencias de la Free Software Foundation. En general, los productos desarrollados con estas licencias no son tan voraces con nuestros datos, podemos ver lo que hacen porque nos permiten levantar su capot por definición, y -lo más importante- podemos entrar y salir de los servicios todo el tiempo.

Sería imposible, por caso, dejar atrapados nuestros datos en un servicio de esas características. ¿De qué servicios hablo? Algunos que uso todo el tiempo: Zotero como administrador de bibliografía, Emacs como editor de texto simple, LibreOffice como plataforma de hoja de cálculos y editor de textos ricos, cualquier versión de GNU-Linux como sistema operativo, etcétera.

Estos servicios tienen cierta curva de aprendizaje, pero son -en general- mejores que sus alternativas cerradas: prometen libertad y una internet más libre y abierta al final del camino.

 

*El autor es investigador del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE) de la Universidad de Palermo y profesor asociado de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

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