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A propósito de la columna de Santiago Kovadloff

Hay muchas maneras de definir “gobernabilidad” y diversas formas de medirla. Y si calificamos la gobernabilidad como democrática, también encontraremos diversos modos de caracterizarla, ya que el propio concepto de democracia se presta a diferentes interpretaciones según el alcance que se pretenda darle. Por ejemplo, el Banco Mundial mantiene desde hace años una serie estadística que pretende medir gobernabilidad democrática, para lo cual elige seis variables: existencia de “voz” (libre expresión pública) y rendición de cuentas; grado de estabilidad política y de ausencia de violencia; grado de efectividad del gobierno; calidad de la regulación estatal; alcance del imperio de la ley; y grado de control de la corrupción. Como es obvio, se trata de indicadores cualitativos, cuya cuantificación sólo es posible a partir de la agregación de opiniones o de encuestas que el Banco recoge habitualmente conformando, para cada país, varios grupos Delphi [N. de R.: un método estadístico basado en las opiniones de expertos] según diferentes estratos ocupacionales (de empresarios, sindicalistas, analistas políticos, representantes de ONG, observadores internacionales, etc.). En todos esos indicadores, Argentina figura en una posición sumamente desventajosa, sumando en promedio alrededor de 40 puntos sobre un total máximo ideal de 100, asignado, por ejemplo, a Finlandia en casi todos esos indicadores.

¿Cómo interpretar estos datos? Indudablemente, no son hechos. Expresan actitudes y puntos de vista de numerosos interlocutores, que para ello basan sus respuestas en vivencias, lecturas o valores, entre otras consideraciones. Se habla, entonces, de democracias de baja intensidad, de democracias delegativas, de reducida densidad institucional u otras expresiones que, naturalmente, no admiten un contraste preciso con hechos de la realidad, sino que resumen un cierto estado de opinión. Podrá objetarse el método de estimación, la representatividad de los informantes o cualquier otro aspecto metodológico del ejercicio. Pero no cabe duda de que al aplicarse globalmente, puede construirse un ranking en el que la Argentina, lamentablemente, no aparece bien parada desde hace muchos años.

¿Qué factores concurren a la construcción de indicadores de gobernabilidad democrática? ¿Jueces sospechados que casualmente siempre resultan sorteados en las causas judiciales que involucran al gobierno? ¿Clima de corrupción generalizada ocasionado por el permanente surgimiento de negociados bochornosos? ¿Incapacidad de reducir los niveles de inseguridad y violencia? ¿Ocultamiento o tergiversación de estadísticas oficiales? ¿Funcionamiento de comisariados políticos en la estructura gubernamental? ¿Digitación de candidatos a cargos electivos en el partido de gobierno?

Este análisis micro no alcanza para avalar juicios indudablemente exagerados como los que plantea Kovadloff, al colocar la lucha que se avecina en términos de autoritarismo o democracia, o de estar a favor o en contra de la Constitución. Indudablemente, este tipo de juicios deben interpretarse en medio del fragor de una contienda electoral, donde se pretende destacar o reivindicar ciertos valores respecto de otros, sostenidos por quienes se consideran adversarios o enemigos políticos. Pero es evidente que ciertos “estilos de gestión pública”, como el que practica el actual gobierno, están bastante lejos de ajustarse a los cánones que, al menos, la academia y las instituciones internacionales coincidirían en caracterizar como gobernabilidad democrática.

*Especialista en el rol del Estado y su relación con la sociedad civil del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES).

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